Old Christians: Gran humildad combinada con un gran coraje
El miércoles 6 de junio en la escuela N° 360 “Dr. Januz Korczak”, en el barrio Punta de Rieles, escolares, docentes y padres disfrutaron de una actividad enriquecedora. Recibieron una preciosa charla del Dr. Roberto Canessa, titulada “El triunfo del espíritu humano”, promovida por Fundación Tenis Uruguay (“Un estilo de vida”), ONG creada hace 13 años en Maldonado y que asiste a 300 niños promoviendo este deporte y especialmente valores como el compañerismo y la amistad, según destacó a la revista del OCC su coordinador general, Richard Figueredo. Canessa, unos días antes, cuando desde esta revista le propusimos hablar sobre el libro “Tenía que sobrevivir”, invitó al periodista a esa charla en esa escuela y allí, concluida la misma, se concretó el diálogo.
Tras su exposición, que duró más de una hora, y luego de hablar un buen rato más fuera del salón-comedor con los maestros, con los chiquilines y sus familiares, el Dr. Roberto Canessa (no antes de sacarse decenas de fotos con los chicos y darle un afectuoso beso a cada uno de ellos), se refirió a lo que acababa de vivir.
Cuando se le comentó que la vida le sigue regalando momentos muy disfrutables, como el que acabada de compartir con los niños, Roberto destacó que “cuando miraba las caritas de esos niños, que con tanta ilusión te venían a dar un beso, me dije que si esto no vale la pena todo esfuerzo qué valdrá la pena en la vida. Uno tiene un montón de cosas para hacer, están las consultas, la familia, los amigos, las distintas responsabilidades… pero bueno, como dice mi amigo Abreu… ¡no te canses de ser bueno! Y esa es la idea. Nos quejamos de que las cosas no mejoran, pero yo antes de quejarme me preguntaría… ¿qué hace uno para que mejoren las cosas? Todos tenemos algo para contribuir, para dar y yo tengo esta labor de veterano, la de contar experiencias para ayudar”.
A veces el tiempo vuela y no alcanza, “pero hay que prodigarse, uno tiene ganas de estar en casa, viendo televisión que es algo cómodo, pero es tan poderosa la historia que uno tiene para compartir que sería una cobardía y una falta de agradecimiento no trasladar todo eso”, complementó.
La oportunidad de volver a estar mano a mano con un referente del club, de su comunidad, de la familia cada vez más amplia que es el Old Christians Club, es propicia para preguntarle, en este caso a Roberto, sobre cómo aprecia a la institución de sus amores.
“Somos los valores que recibimos en el club”
Al respecto, dijo: “Somos los valores que recibimos en el club, pero nosotros no inventamos esos valores, los tomamos y los trasladamos, debemos trasladarlos, todos. El Christians es un club donde los códigos, la amistad por ejemplo, se respetan mucho, siempre. Es un club que ha tenido gente que le ha ido mal, como en todos lados, pero eso también nos ayudó, el aprender de los errores, errores que nosotros tuvimos también en la montaña. La base del Christians debe ser siempre una gran humildad combinada con un gran coraje, si logramos tener un club con una comunidad con esos valores nada nos va a frenar”.
Otro tema que le propusimos considerar es la realidad del OCC en este 2018, fruto de un trabajo acumulado, que muestra a una institución robustecida, cada vez con más gente, con más familias, cada vez con más disciplinas, con más categorías y cada vez más comprometido con distintas comunidades.
“El Old Christians no tiene más posibilidad que la de crecer”
Al respecto, Roberto reflexionó que “el Old Christians no tiene más posibilidad que la de crecer. Cuando las directivas son buenas, crece más rápido. Cuando las cosas no salen todas como esperamos, se crece más despacio. Pero se crece. Todos los años hay 40 nuevos chicos y chicas que siguen desde la comunidad del Colegio y que quieren reencontrarse y seguir y eso nos alimenta. Recuerdo que Daniel Juan, que era el presidente cuando fue el accidente, me dijo: ‘Roberto, la cancha y el club ya están, ahora tenemos que ayudar a los demás’. Por eso están los nuevos y están los de otros tiempos, están los partidos en los que juegan ‘Pico’ Méndez y los demás, y está su hijo y también Diego Rodríguez y tantos que laburan tanto, en el Centro Quebracho y en el Centro Los Tréboles y en otros, y hay también muchos anónimos que transmiten ese mismo espíritu de solidaridad, de amistad, de compañerismo, de ayudar a los demás, es decir lo que los curas del Colegio nos transmitieron a todos. Lo más lindo es que todo eso, que no se puede tocar, está muy latente”.
“Tenía que sobrevivir”
Ya entrando en lo relacionado con la obra “Tenía que sobrevivir”, compartimos a continuación algunos interrogantes clave, que le formulan constantemente a Roberto, y las respuestas que seguramente serán más que disfrutables.
¿Por qué publicar un libro biográfico ahora, tantos años después del accidente de los Andes?
“El libro no trata solo de lo que sucedió en 1972, sino fundamentalmente qué fue de mi vida después, o sea qué hice con mi vida con lo que me ocurrió, junto con mis amigos, cuando yo tenía 19 años, tras el accidente del Fairchild 571 en la cordillera de los Andes. Pero para poder escribir sobre lo que hice con mi vida, tenía que haberla vivido. No podía haberlo escrito, junto con Pablo (Vierci), hace 30, 20 o 10 años, sino ahora que tengo 64. Porque ahora puedo mirar hacia atrás y hacer una suerte de balance, y preguntarme qué consecuencias concretas, en mis hechos, en mi trabajo, tuvo aquello que viví cuando tenía 19 años de edad. Al fin y al cabo yo viví después más de 40 años, o sea el doble de lo que tenía en el 72”.
¿Fue el desafío del libro?
“El desafío que le propuse a Pablo era escrutar en mi conciencia pero también en mi inconsciente, durante todo el tiempo que fuera necesario, y ese proceso nos llevó 10 años, para ver si podíamos descubrir las conexiones, si es que las había, entre lo que ocurrió en el 72 y lo que hice después”.
¿La primera conexión?
“El compromiso. Porque cuando uno sobrevive a una experiencia como esa, asume un fuerte compromiso. Yo sentía, desde que regresé a Montevideo, el 28 de diciembre de 1972, que no podía darme el lujo de hacer una vida cualquiera, no podía dormirme en los laureles, porque muchas veces la sociedad te tira esa trampa y uno, si se distrae, puede caer. Tras una peripecia como aquella a veces la sociedad te quiere encasillar, sin darse cuenta, y por ejemplo tildarte de héroe. ¿Pero de qué héroe me hablaban si en la montaña nosotros éramos los seres más desgraciados y humillados del universo? Entonces me impuse la meta de que en todo caso el heroísmo se viera después, con mis actos, no con lo que había sucedido a mis 19 años. Que se viera con lo que uno hace tras esa tragedia disruptiva, que partió mi vida en dos”.
¿Cómo era el compromiso?
“Primero era hablarles a los familiares de los muertos, recorrer sus casas, y contarles lo triste que había sido. Y luego llevar una vida digna, en honor a ellos, a los 29 que murieron. Yo siento siempre que no vine de la montaña con una mochila liviana, no es que me salvé y podía dedicarme graciosamente a disfrutar de la vida, sino que vine con una responsabilidad extra. Porque de lo contrario, ¿qué dirían esos amigos que quedaron en los Andes, cuyos cuerpos nos ayudaron a vivir, a ganar tiempo?, ¿cómo podría mirar a los ojos a sus familiares, a sus padres, sus hermanos, sus hijos, como los hermanos Nicola? Porque ellos me dirían: mirá este muchacho, que vivió gracias a mis padres, lo que hizo con su vida. Yo tenía la obligación de hacer una vida honesta, y una vida digna, y una vida digna, para mí, era que buena parte de ella la dedicara a los otros, y no había mejor manera que hacerlo a través de la medicina, que era la carrera que ya estudiaba en el 72”.
El libro muestra que hay una verdadera analogía entre tu vida en la montaña y tu vida posterior, como médico. ¿Cómo lo explicas?
“La historia de los Andes es una sucesión de peripecias que tienen mucho de épico y mucho de fracasos, con un final feliz para 16 y trágico para 29, y ese es un pasado que no se puede cambiar. La historia se puede reinterpretar, pero no se puede cambiar. Pablo y yo podríamos haber hecho un libro solo sobre mi punto de vista de esa historia estática. Pero lo que nos resultaba más desafiante era el presente, el futuro, porque ese sí que se puede cambiar, y máxime en una disciplina como la cardiología pediátrica, el estudio de las cardiopatías congénitas, que cambia todos los días. Niños que hace 10, 20 años se morían, o sea que estaban desahuciados, tan desahuciados como estábamos nosotros en la montaña, ahora se pueden salvar. Esta rama de la medicina cambia a una velocidad vertiginosa. En estos días estamos acompañando la evolución de un paciente mío que tenía un tumor cuando todavía estaba en el útero de la madre, se le sacó del vientre y se le operó, o sea ese niño ya nació con la cicatriz de una operación, y está evolucionando favorablemente, y lo seguimos y lo acompañamos con médicos de todo el mundo, porque son situaciones que antes eran inimaginables. Pero yo me acostumbré desde muy joven a impugnar el final preestablecido de la historia, de las historias, porque lo que nosotros hicimos fue justamente eso, cambiar lo que el destino nos tenía reservado, y por eso nos salvamos. Pues yo intento hacer lo mismo con estos niños, estos pacientitos, que son como nosotros en el 72, sobrevivientes”.
En el libro queda claro, también, que tú has logrado armar una red con centros médicos prestigiosos de todo el mundo, en parte gracias a la aureola de los Andes. ¿Cómo lo haces?
“Es verdad que los Andes tienen una aureola especial, que a la gente la conmueve, y siento que esa aureola hay que aprovecharla. Los pacientes dicen ‘viene Canessa’ pero Canessa ya trae esa aureola, que produce efectos intangibles en los pacientes, si se le suma el esfuerzo, el estudio y la ciencia. Y vuelvo a aquello de la responsabilidad que tenía de hacer una vida digna. La historia de los Andes se ha convertido en una historia global, que interesa a todo el mundo, al punto de que el libro ‘Tenía que sobrevivir’ acaba de publicarse en China. Y a mí no se me ocurre una manera más digna de honrar esa fama mundial, de aprovechar esa aureola mundial, que hacerlo para una buena causa, como es atender a los enfermos que piden auxilio, como nosotros pedíamos en los Andes y nadie nos respondía. Y eso nos permite presentar nuestros casos en los mejores centros médicos del mundo, porque gracias a los Andes ellos me han integrado, me han abierto sus puertas, y juntos la sinergia que se logra es maravillosa. Ellos potencian nuestro trabajo con nuestros pacientes y yo los ayudo a ellos. Ellos dicen, como está en el libro, que yo sé, en medicina, de cosas que no están en los libros, ni en Internet. Porque yo soy un médico que estuvo muerto. Y la mayoría de los pacientes reciben diagnósticos de médicos que siempre estuvieron vivos, pero yo puedo darles diagnósticos de un médico que también estuvo muerto”.
¿Eso te ayuda a tomar o a ayudar a tomar decisiones difíciles, a apostar a la vida en casos extremos, con los que tal vez sea más fácil lavarse las manos?
“Es muy difícil lavarse las manos, o decretar la muerte de un niño sin haber hecho todos los esfuerzos posibles por salvarlo. Porque yo sé, en carne propia, no me lo contaron, ni lo leí, lo que significa que te decreten muerto. Yo sé lo que significa que ya no estás vivo para la sociedad llamada civilizada. Entonces muchas veces cuando veo a niños desahuciados, o a niños que los decretaron muertos, yo hago todo lo posible por torcer ese destino que parece inapelable. Porque yo soy un ejemplo de que siempre se puede torcer el destino prefijado”.
Tú decís que no hay que esperar a que se te caiga el avión, ¿qué significa?
“Yo lo que siempre digo es que la gente suele tener más de lo que cree, y hace por lo demás menos de lo que puede. No tiene sentido, desde mi punto de vista, con mi experiencia de vida, vivir una vida restringida exclusivamente al círculo más estrecho, que empieza y termina con uno mismo. Los círculos se van ampliando, sigue con la familia, los allegados, y si se siguen ampliando, hasta llegar a pacientes de todos los rincones del país, pobres o no pobres, de este país o de otros. Ahora estamos en una experiencia que se llama ‘Doctari’, donde médicos de muchos países podemos enviarnos por vía virtual casos de pacientes con estas cardiopatías complejas para colaborar, esta forma colaborativa de vivir que trajo Internet. Yo antes lo hacía de forma analógica, pero ahora se puede hacer de forma virtual, que resulta en un crecimiento exponencial”.
Lo que se ve en el libro es que tenes una percepción de la vida y de la muerte diferente a las personas que no vivieron algo como lo que tú viviste. ¿Es así?
“No sé si es mejor o peor, pero es diferente. Mi hijo Tino, que también es médico, dice que soy un adicto a la vida, o sea nunca tiro la toalla, cuando veo una vida que languidece, pero que adivino que todavía se puede hacer algo, pongo todo de mí para auxiliarlo. Y como ya me morí en los Andes, ya sé cómo es, y no le tengo miedo. Claro que no quiero morirme, me daría mucha tristeza, pero no le temo, y la enfrento, por eso, con otras armas”.
No queda claro por qué decís que no hay que esperar a que se te caiga el avión
“No hay que sentarse a esperar a los helicópteros sino que hay que salir a buscarlos. Y un avión se te cae el día menos pensado. Viene sin preaviso. Una adversidad viene sin preaviso. Y se manifiesta con un cáncer, o con algo tan aleatorio como un hijo con una cardiopatía. La mayoría de los niños vienen bien armados de fábrica, pero algunos no. Y entonces no hay que esperar a que llegue la adversidad para entender que a la vida hay que disfrutarla, que hay que vivirla a pleno, y vivirla a pleno, desde mi concepción, es vivir con la mayor generosidad que se pueda, vivir abierto a los demás, en esta forma colaborativa que está asumiendo la humanidad, cada vez más, a pesar de los tropezones. En los Andes aprendimos esto en carne propia. Ahí nos salvábamos en equipo o nadie salía. No había salvación individual. Y el grupo se fortaleció por ello. Y actuó como un solo organismo, que recibió muchos golpes, claro que sí, pero siempre pudo sobreponerse, siempre pudo superarse, aunque las adversidades nunca llegaban al final, y siempre creíamos que peor de lo que estábamos no podíamos es tar, pero sin embargo cuando creíamos que estábamos en el fondo del pozo, nos cayó el alud, lo que nos demuestra que siempre se puede estar peor, no podés estar peor solo cuando estás muerto”.
¿Es esa metáfora que está en el libro, que a ti te terminó salvando un arriero y ahora trabajas de arriero todo el día?
“Es exactamente eso. Lo que más deseábamos nosotros era que apareciera el rescate, que nos escucharan por la radio desde la sociedad civilizada. Pero el fin de esta historia del 72 es que el rescate nunca apareció, nunca nos escucharon, y salvo nuestros familiares, o muchos de ellos, el resto de la sociedad nos dio por muertos. Y al fin del camino, sucedió algo que también me marcó para siempre: no tropezamos con una persona egoísta, no dimos con una persona indiferente, sino que tropezamos, y esto son las causalidades que hablamos en el libro, porque está lleno de causalidades que parecen casualidades, tropezamos con este arriero que resultó ser un hombre magnánimo, que dejó sus animales a merced de los pumas para pedir ayuda, para rescatarnos, que nos acogió en sus ranchitos y nos dio de comer la comida más sabrosa y con más afecto que recibí en mi vida. Entones para mí Sergio Catalán se convirtió en un modelo a seguir: y yo siento un profundo orgullo de estar siguiendo sus pasos, en estos 45 años tras los Andes, trabajando de arriero, o sea de rescatista de niños aparentemente perdidos. En la montaña yo era la víctima y ahora estoy del otro lado. Las víctimas ahora son esos niños que nacen con cardiopatías congénitas, que no hicieron nada para merecerlo, como nosotros no hicimos nada para merecer sufrir un accidente aéreo en medio de la cordillera de los Andes”.
¿Qué es lo que más le llama la atención del libro a los lectores de todo el mundo?
“A los lectores les llama la atención que una persona que estuvo tanto tiempo al filo de la muerte, en la cornisa, en el borde, haya elegido para vivir y trabajar otra situación límite, tal vez la situación límite más sensible que se pueda imaginar, el palpitar de los corazones de los niños y los fetos que todavía no nacieron. No puede haber seres más vulnerables, porque los niños que todavía no nacieron, que padecen cardiopatías congénitas, tienen aún menos que nosotros en la montaña: ni siquiera tienen una foto: apenas tienen una ecografía”.
¿Es un libro que transforma al lector?
“Sí, lo hace, y lo estamos comprobando en cada lanzamiento. Lo que se ve muy claramente es que el relato de esta experiencia extrema y lo que hice después, sirve a todos, porque cada uno tiene su propia cordillera, y cada uno tiene sus propias herramientas para ampliar los círculos de incidir en la realidad. Cada vez que voy a cardiología infantil del Hospital Pereira Rossell lo que veo no es solo lo que se está haciendo, sino lo que queda por hacer. Y eso es tanto, y tan relevante, que debemos poner lo mejor de nosotros, de nuestras mentes y corazones, para formar una red como es la ‘Fundación Corazoncitos’, que reúne a madres y padres de pacientes, vivos y que ya no están, para ayudar a otros pacientes y para prevenir estos casos tan tristes”.
En el libro decís que estos pacientitos, a veces con medio corazón, tienen puntos en común con un sobreviviente como vos, ¿cómo es?
“Tal vez de lo más emocionante de la elaboración de este libro con Pablo fue cuando empezamos a encontrar patrones comunes entre lo que era yo a los 19 años, el ‘Roberto de los Andes’, a quien veo como alguien diferente a mí, lejano, y estos pacientes que nacen con cardiopatías congénitas. Él y ellos son adictos a la vida, tienen un coraje inusual y se dedican tanto a ellos como a los demás. Yo me identifico con mis pacientes que sobrevivieron a complejas cardiopatías congénitas, porque podrán tener medio corazón, pero tienen el doble de amor por la vida”.
A la vez el libro es un verdadero homenaje a las madres, ¿es así?
“Mi madre me había dicho en una ocasión que ella no sobreviviría si un hijo se le muriera. Y esa fue una razón muy poderosa para que yo jamás bajara los brazos en los Andes, para que pusiera todo mi empeño para volver a ella. Mi hija Lala, como lo dice en el libro, sostiene que yo sigo haciendo lo mismo con otras madres de mis pacientes: soy como el ‘mensajero’ de sus hijos, que les dicen a sus madres que hicieron bien en esperarlos”.